Había llegado a Hangzhou buscando conocer un país sin ni siquiera entender el propio. Si quería comprender al “Imperio del Centro” que controla el mercado mundial primero debía conocerlo desde sus calles, barrios y edificios. China había sufrido como sociedad haciendo que la pobreza fuera tan apabullante como en ese momento lo era la modernidad. Los chinos junto con sus gobernantes continuaban reinventándose hora por hora, tanto que asustaban y maravillaban al mundo con sus preferencias.

Entré en el aeropuerto de Hangzhou Shiaoxan (杭州萧山国际机场 Hángzhōu Xiāoshān Guójì Jīchǎngy) buscando por largo tiempo hasta que me atrapó la belleza expresada de sus hipnotizantes ojos. Sonreímos, platicamos y la voz de abordaje nos invitó a levantarnos para llegar a nuestro siguiente destino “el puerto fragante”.

Recuerdo de niño haber mirado algunas películas hongkonesas de policías contra mafiosos en donde las balas inacabables y los golpes de kung fu inundaban la pantalla al por mayor. Una de sus máximas estrellas era ese musculoso actor Bolo Yeung que se mostraba temible por su cara de pocos amigos y porque andaba haciendo travesurillas por todo Hong Kong. Gracias a él ansié desde entonces conocer esa ciudad, y estaba a unas horas de hacerlo.

Nuevamente, esa sensación de placer indescriptible me sumía en el asiento, despegábamos para hacer realidad otro sueño. El cielo rojizo daba paso a una hermosa luna que se iluminaba con millones de estrellas centellantes. A nuestro lado la gente reía entre sí. No podía entender sus claves, diálogos sordos se escuchaban a mí alrededor, risas huecas resonaban en un presente disfrazado de futuro y cientos de ambiciones lograban causarme ansiedad por disfrutar un mundo que no alcanzaba a entender en tan poco tiempo. Observaba por la ventanilla como el ala izquierda se mecía a su antojo, al fondo una resplandeciente luna me ubicaba en la realidad, la realidad de Chang E rodeada de glamour, belleza, excitación, soledad y sexo; exigencias desbordantes que cobraban cuotas muy altas. Era mucha la expectativa por conocer Hong Kong y no quería perderme ningún detalle de nada, la primera vez siempre debe estar envuelto de misticismo.

Los motores lanzaban un sonido que rompía la calma del profundo negro del cielo, después de ir montado sobre las corrientes de aire aquel gigante de Cathay Pacifics iniciaba su descenso velozmente entre la honda oscuridad y por encima de un celaje algodonado. Comenzaban a asomar incesantes luces blancas producidas por los cientos de rascacielos que iluminaban las carreteras y todo el puerto. Conforme el avión viraba sobre su lado izquierdo varias colinas quedaban atrás, al igual que un enorme puente colgante compuesto por cuatro colosales soportes que eran parte del puente Tsing Ma que atraviesa el gran canal de Ma Wan. Luces parpadeantes en el mar se aproximaban más al avión pareciendo que íbamos a amerizar.

Grandes carcajadas resonaban por el lugar, Claudia y yo nos deslizábamos en las bandas eléctricas de la proeza arquitectónica más sorprendente, cara y eficiente del mundo: el Aeropuerto Internacional de Hong Kong “Chek Lap Kok”. En suelo Hongkonés adquiría un sentimiento de importancia que nublaba mis pensamientos más pesimistas. Nos encontrábamos en el paraíso del capitalismo, en la tierra prometida que demostraba como un pequeño espacio en montes erosionados, sin petróleo y altamente exportador de agua se había reinventando en muy pocos años para ser la tierra con más plusvalía y rascacielos en el mundo.

Hong Kong, una ciudad con dos almas

Tomábamos un taxi de color rojo Toyota que nos llevaba al Hotel InterContinental asentado frente al famoso “Paseo de las Estrellas.” El chofer manejaba por el lado derecho del auto, herencia inglesa de conducción, yo como copiloto iba del lado izquierdo, no quería perderme ningún detalle del lugar. El trayecto lo hicimos por la moderna autopista North Lantau con sus 12 kilómetros, después cruzamos el puente colgante de doble tablero más largo del mundo que había observado desde el avión y que une a la Isla de Lantau con la península de Hong Kong. Millones de luces envueltas en una ligera bruma daban al lugar una sensación diferente de vida. Luego de atravesar autopistas, túneles y elevados, el moderno hotel nos recibía. El servicio de primera nos guiaba hasta la habitación.

Admiraba su desnudez mientras ella dormía extraviada en miles de luces frugales que se colaban por las ventanas, a la par, caminaba por la habitación con una visión embriagadora de la isla de Hong Kong y sus enormes rascacielos, definitivamente Hong Kong es una ciudad que invita a sumergirse en los placeres. Esas vistas eran alarde puro de la arquitectura moderna y de hombres con aspiraciones desafiantes hacia la naturaleza, conquistándola por momentos. Claudia despertaba, tomaba el teléfono y ordenaba dos afamados “coctel nueve dragones” -aperitivo de reyes-.

Hong Kong tiene muchas aristas, una ciudad perfecta, lujosa, lujuriosa, caprichosa y debajo de todo ese cliché de exotismo, decadencia pura, herencia de la “globalización cañonera victoriana”. Recuerdo muy bien sus palabras: “primero conocerás lo irreal, lo irresistible, los últimos reflejos de un Hong Kong subterráneo, te encantará, ¿te atreves? Esa mujer siempre fue capaz de despertar los más provocativos pensamientos y esa no era la excepción, accedí.

Apreciables lectores ¿alguna vez han visto esa fascinante y polémica película “Blade Runner” de Ridley Scott?, quien no lo haya hecho se la recomiendo, difícil de digerir y entender. Quien sí, recordará esa distopía de ciudad llamada «Los Ángeles en el año 2019», llena de publicidad, con un hostigante modernismo que desborda caos y destrucción. En esa película, en Los Ángeles no predominaban los mexicanos si no los chinos, y los edificios que se muestran son decadentes.

Bueno, -después de rememorar para ustedes ese filme- seguimos caminando por la calle de Salisbury y de ahí doblamos hacia la calle de Nathan, en esa esquina se encuentra el Hotel Península, la máxima opulencia que a sus puertas aparca unos hermosos Rolls Royce de color verde para el uso caprichoso de sus huéspedes distinguidos. Nos internamos pocas cuadras en Nathan y ahí estaban aquellos gigantes maltrechos sobreviviendo a un tiempo que no era el suyo. Los “Mirador y Chungking Mansions”, lugares decadentes y dignos de ser visitados. Hong Kong dicen es una ciudad de dos almas, ninguna agencia de viajes lo mostrará, pero estar ahí es como estar en un túnel que transita  entre la perfección de un futuro vestido de presente y una ahogante realidad.

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Mi nombre es Omar Campos, soy mexicano de nacimiento y chino de corazón desde que llegué por primera vez a esa nación. Soy profesor de universidad en temas de Economía, Administración y Reingeniería de Procesos, además de empresario. He terminado de escribir un libro titulado “Shanghái, la casa del águila” que algún día veré publicado y que espero alguien lo lea. Amo China, más Shanghái, es mi segunda casa, Pekín es hermoso pero me causa angustia su tamaño, el hermoso Hangzhou se robó algo de mí. Me tocó caminar en una nación que acabó por cambiarse a sí misma y al mundo mientras recorría sus calles, estuve en su presentación al mundo en 2008 y quiero compartir con los lectores mi visión de esta fascinante nación. Hoy mi país vive una desastrosa guerra que nos tiene sumidos en una enorme fosa mortuoria, la corrupción es cínica y una forma de vida; las comparaciones son ociosas más entre países tan distintos, pero China, México y el mundo no son tan diferentes. Entender cómo se transformó China podrá ayudarnos a cambiar al mundo y a entender nuestro entorno global desde un punto de vista humanista.