La inmensidad de Pekín es para algunos la pista de despegue a un caos más verde y menos gris, Kunming.
Nunca había estado en China antes. Y Pekín era como un regalo de cumpleaños por abrir. Excitación, ni rastro de miedo, y un saco de nervios. Y al fin aterricé. El cansancio físico de un viaje demasiado largo y una maleta con sobrepeso de interrogantes desaparecieron como por arte de magia. Salí de ese avión repleto de chinos y en mis entrañas me sentía una extraterrestre. Entonces todavía no era consciente que mi vida había entrado en una etapa diferente, sin salida trasera de incendios. Un parque de atracciones asiático de experiencias nuevas.
Aunque no es la ciudad más grande de China, Pekín es la capital y eso suele esconder sorpresas. Es una ciudad de 21-22 millones de habitantes (algo menos de la mitad de la población de España), una extensión de 16.807 km2, (equivalente a 172 veces la ciudad de Barcelona) y un idioma que para muchos supone la misma Muralla China. Una muralla, por cierto, que con perseverancia, debiera recorrerse, más que saltarse. De modo que, sí, cuando a un occidental le dices “vivo en Pekín”, su expresión facial es el espejo perfecto y más veraz de lo que sentiste tú aquel día en que, una carta oficial en chino y en inglés te comunicaba tu admisión a la universidad que habías aplicado.
Aterricé en Pekín, y ese regalo envuelto con fino esmero durante tanto tiempo me trasladó a una vida en velocidad “fórmula uno”. Donde el tiempo pasa tan rápido que tener reloj se antoja inútil. Donde el individuo -y no el colectivo- es más propicio a asegurarte una subsistencia decente. Y donde la inmensidad y grandeza de la especie humana se mezclan en una paleta de tonos grises. Y rojos también.

Y, entonces, es cuando te sientes una hormiga minúscula en un desierto salvaje de asfalto y edificios inmensos. Pero claro, esto tú no lo sabes, tardarás meses, demasiados meses, en darte cuenta que el sol no sale, porque no lo ves, y por eso cuando sale, te sientes tan vivo que tu alrededor parece oro. Es un efecto de acción-reacción, en donde tu optimismo transforma el entorno y tus ojos lo diseñan. Y la bella imagen que creaste hace el resto: convencerte que venir a Pekín no fue tan mala idea.
Hay un refrán chino que dice algo así como “zanahorias y coles, cada cual prefiere una distinta” (萝卜白菜各有所爱, Luóbo báicài gè yǒu suǒ ài). Unos se quedan, otros vuelven, y otros se mudan a lugares de aire más verde y menos gris, porque fiel al refrán, “para gustos los colores”.
Sea como fuere, todos los que hemos pasado por Pekín sabemos que al margen de vivir inmersos en una selva artificial, un tráfico imperecedero y unos horarios maratónicos, esta ciudad y este país tienen un algo que o te engancha o te repele. Exclusivo a cada cual. Un algo adictivo.
Yo escogí la tercera opción. Y mi adicción no es otra que el idioma, y como toda adicción, puede y consigue que quieras más y de calidad más pura. Así que pregunté y escuché. Después vine y conocí, y unas pocas horas me bastaron para decidirme sin vacilar: me mudaba a Kunming (昆明, Kūnmíng). Y es que, no fue más que el gesto olvidado de alzar la vista un instante y entonces, inocente, dudar por un instante si el cielo color azul felicidad era de verdad, o se trataba de una especie de bienvenida dulce y seductora y nada más.

¿Por qué viniste al sur? es sin duda la pregunta que más me han hecho desde que me instalé aquí.
La respuesta no entiende de fronteras idiomáticas, ni de diferencias culturales, o de edades. El sur tiene algo. No sé si es el clima, que encandila, o el ritmo, que respira. O la luz quizás, que se ven los colores. Aire limpio. Parques verdes. Calles con carácter. Mercados con vida. Sonrisas innatas. No pretendidas. Pura y simple felicidad, no más, lo que me convenció para quedarme.

