Durante los últimos días hemos sido testigos de duras declaraciones por parte de funcionarios propuestos para el nuevo gobierno de Trump acerca de la relación entre China y Estados Unidos.
Sin duda, lo anterior representa un incremento en las tensiones bilaterales, lo cual resulta interesante puesto que la nueva administración estadounidense ha procurado conseguirse nuevos adversarios internacionales. La mera retórica entre gobiernos de ambos países no es sinónimo del inicio de una real lucha hegemónica, sino, más bien, el continuo bluf de la política internacional.
El pasado 13 de enero Trump afirmó que “todo es negociable, incluyendo [la política de] «una sola China”. Entre algunos políticos y académicos chinos, Trump era mejor opción que Clinton en las elecciones, precisamente, porque es un empresario con el que se podría negociar.
Ahora, probablemente, algunos se estén dando topes en la cabeza. Pero no solo Donald Trump ha lanzado atrevidas declaraciones para el disgusto de Beijing. El nominado a Secretario de Defensa, James Mattis, ha identificado a China como de los mayores obstáculos a un mundo liderado por Estados Unidos. Del mismo modo, el nominado a Secretario de Estado, Rex Tillerson, convino en enviar una señal de advertencia a China para detener sus acciones en el Mar del Sur de China.
Esto bien puede indicar el inicio de tensiones en la inevitable transición hegemónica, aunque también es reflejo del continuo bluf normal en la política internacional. Justo en su discurso del 17 de enero en el Foro Económico Mundial de Davos, el presidente chino, Xi Jinping, defendió la globalización económica y criticó las tendencias hacia proteccionismo comercial.
Lo anterior es un claro mensaje hacia la retórica de Trump. Pero, también, es sinónimo de que China no busca diseñar nuevas reglas del juego económico global. Más bien, busca seguir aprovechándose de ellas para su propio desarrollo económico. Si bien Beijing ha impulsado mecanismos internacionales afines a sus intereses económicos –Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, por ejemplo–, estos solo producen cambios sistémicos, y no cambios de sistema económico internacional. Por ello, es un error pensar que una hegemonía china cambiará las reglas del juego económico mundial.
Las fricciones y críticas en los discursos de funcionarios de gobierno reflejan la fricción que causa una transición hegemónica. Pero la hegemonía se encuentra en proceso de trasladarse de un Estado a una región.
Sí, China es una de las bases del dinámico crecimiento y desarrollo de Asia, pero no es el único; la interdependencia económica regional ejerce un efecto “arrastre” para el desarrollo conjunto de los Estados del este asiático. Además, la cada vez mayor concentración de los flujos de inversión, corrientes de comercio, desarrollo tecnológico, en Asia, es sintomático del “ascenso de Asia”, y no solo de China. Por ello es más prudente considerar a China como un “Estado líder”, y a Asia como la nueva hegemonía global. Por ello, no es extraño que en Davos se considere que “Asia ha tomado el liderazgo”.
¿Qué pasaría si el nuevo gobierno estadounidense pasa de la retórica a acciones concretas? Entonces, es probable que seamos testigos, una vez más, de una transición hegemónica violenta.
Las fricciones comerciales son una cosa, pero Taiwán es otra muy sensible y diferente, no solo para Beijing, sino también para Taipéi. Estoy de acuerdo con Richard C. Busch, analista de Brookings Institute, en que Taiwán no es un “bien negociable e intercambiable”. La presión, mala decisión, mala gestión, de utilizar a 23 millones de personas como bienes negociables solo pueden acarrear efectos contrarios o negativos a los esperados. Probablemente, incluso, podrían acercar más Taiwán a China, en lugar de alejarla. Espero la agresiva retórica del gobierno estadounidense se quede en eso, en retórica.